lunes, 22 de diciembre de 2008

Libro recomendado: "El viaje del elefante"

El viaje del elefante de José Saramago

El viaje del elefante está inspirado en un hecho real. A mediados del siglo XVI, el rey Juan III de Portugal regaló un paquidermo a su primo en la vecina España, el archiduque Maximiliano de Autria.
El elefante, llamado Salomón, se vio obligado a recorrer media Europa, desde Lisboa hasta Viena, por el capricho de Maximiliano. El viaje sirve a Saramago para crear una historia coral en la que acompaña a Salomón en su sufrimiento y reflexiona sobre la condición humana con fina ironía.
El viaje del elefante, podría ser el último libro de José Saramago, quien tiene 86 años.

Fragmento

No sopla viento, sin embargo la niebla parece moverse en lentos torbellinos como si el propio bóreas en persona, la estuviera soplando desde el más recóndito norte y desde los hielos eternos. Lo que no está bien, lo confesamos, es que, en situación tan delicada como ésta, alguien venga y se ponga a sacarle lustre a la prosa para añadirle algunos reflejos poéticos sin asomo de originalidad. A esta hora los compañeros de la caravana ya han notado la falta del ausente, dos se han declarado voluntarios para retroceder y salvar al desdichado naufrago, y eso sería muy de agradecer si no fuese por la fama de poltrón que le quedaría para el resto de su vida, Imagínense, diría la voz pública, el tipo allí sentado, esperando que apareciese alguien a salvarlo, hay gente que no tiene ninguna vergüenza. Es verdad que estuvo sentado, pero ahora ya se ha puesto en pie y ha dado valientemente el primer paso, la pierna derecha primero, para exorcizar los maleficios del destino y de sus poderosos aliados, la suerte y la casualidad, la pierna izquierda de repente dubitativa, y no era caso para menos, pues el suelo ha dejado de verse, como si una nueva marea de niebla hubiese comenzado a subir. Al tercer paso ya no consigue ver ni siquiera sus propias manos extendidas hacia delante, como para proteger la nariz del choque contra una puerta inesperada. Fue entonces cuando se le presentó otra idea, la de que el camino tuviera curvas a un lado y a otro, y que el rumbo adoptado, una línea que no sólo quería ser recta, una línea que también quería mantenerse constante en esa dirección, acabara conduciéndolo a páramos donde la perdición de su ser, tanto la del alma como la del cuerpo, estaría asegurada, en el último caso con consecuencias inmediatas. Y todo esto, oh suerte malvada, sin un perro para enjugarle las lágrimas cuando el gran momento llegase. Todavía pensó en volver atrás, pedir abrigo en la aldea hasta que el banco de niebla se deshiciera por sí mismo, pero, perdido el sentido de orientación, confundidos los puntos cardinales como si estuviese en un espacio exterior del que nada supiera, no encontró mejor respuesta que sentarse otra vez en el suelo y esperar que el destino, la casualidad, la suerte, cualquiera de ellos o todos juntos, trajeran a los abnegados voluntarios hasta el minúsculo palmo de tierra en que se encontraba, como una isla en el mar océano, sin comunicaciones. Con más propiedad, una aguja en un pajar. Al cabo de tres minutos, dormía. Extraño animal es este bicho hombre, tan capaz de tremendos insomnios por culpa de insignificancias como de dormir a pierna suelta en vísperas de la batalla. Así sucedió. Entró en el sueño, y es de creer que todavía hoy estaría durmiendo si salomón no hubiera soltado, de repente, en cualquier lugar de la niebla, un barrito atronador cuyos ecos podrían haber llegado hasta las distantes orillas del ganges. Aturdido por el brusco despertar, no consiguió distinguir en qué dirección podría estar el emisor sonoro que había decidido salvarlo de un congelamiento fatal, o peor aún, de ser devorado, porque esto es tierra de lobos, y un hombre solo y desarmado no tiene salvación ante una jauría o un simple ejemplar de la especie. La segunda llamada de salomón fue más potente aún que la primera, comenzó siendo una especie de gorgoteo sordo en los abismos de la garganta, como un redoble de tambores, a la que inmediatamente sucedió el clangor sincopado que forma el grito de este animal. El hombre ya va atravesando la bruma como un caballero disparando la carga, de lanza en ristre, mientras mentalmente implora, Otra vez, salomón, por favor, otra vez. Y salomón le respondió, soltó un nuevo barrito, menos fuerte, como de simple confirmación, porque el naufrago que era ya dejaba de serlo, ya se va acercando, aquí está el carro de intendencia de la caballería, no se le pueden distinguir los pormenores porque las cosas y las personas son como borrones indistintos, otra idea se nos ocurre ahora, bastante más incómoda, supongamos que esta niebla es de las que corroen las pieles, la de las personas, la de los caballos, la del propio elefante, pese a su grosor, que no hay tigre que le meta el diente, las nieblas no son todas iguales, un día se gritará, gas, y ay de aquel que no lleve en la cabeza una celada bien ajustada. A un soldado que pasa, llevando el caballo de las riendas, el naufrago le pregunta si los voluntarios ya han regresado de la misión de salvamento y rescate, y éste respondió a la interpelación con una mirada de desconfianza, como si tuviera delante a un provocador, que haberlos los había en abundancia en el siglo dieciséis, basta consultar los archivos de la inquisición, diciendo secamente, Dónde has ido a buscar esas fantasías, aquí no ha habido ninguna petición de voluntarios, con una niebla así la única actitud sensata es la que adoptamos, mantenernos juntos hasta que se levantara por sí misma, además, pedir voluntarios no es muy del estilo del comandante, en general se limita a apuntar tú, tú y tú, vosotros, adelante, marcha, el comandante dice que, héroes, héroes, o vamos a serlos todos, o nadie. Para hacer más evidente las ganas de acabar la conversación, el soldado subió rápidamente sobre el caballo, dijo hasta luego y desapareció en la niebla. No iba satisfecho consigo mismo. Había dado explicaciones que nadie le pidió, realizado comentarios para los que no estaba autorizado. Sin embargo, le tranquilizaba el hecho de que el hombre, aunque no parecía tener el físico adecuado, debería pertenecer, otra posibilidad no cabía, que se sepa, al grupo de los que fueron contratados para ayudar a tirar y empujar los carros de bueyes en los pasos difíciles, gente de pocas hablas y, en principio, de escasísima imaginación. En principio, dígase así, porque al hombre perdido en la niebla imaginación no parece haberle faltado, vista la ligereza con que sacó de la nada, de lo no acontecido, los voluntarios que deberían haber acudido a salvarlo. Afortunadamente para su credibilidad pública, el elefante es otra cosa. Grande, enorme, barrigudo, con una voz capaz de asustar a los menos timoratos y una trompa como no la tiene ningún otro animal de la creación, el elefante nunca podría ser producto de una imaginación, por muy fértil y propensa al riesgo que fuese. El elefante, simplemente, o existía, o no existía. Es por tanto hora de visitarlo, hora de agradecerle la energía con que usó la salvadora trompeta que dios le dio, si ese sitio fuera el valle de josefat habrían resucitado los muertos, pero siendo sólo lo que es, un pedazo bruto de tierra portuguesa ahogado por la niebla donde alguien, quien, estuvo apunto de morir de frío y de abandono, diremos, para no perder del todo la trabajosa comparación en que nos metimos, que hay resurrecciones tan bien administradas que llega a ser posible su ejecución antes de que le sucedan al propio sujeto. Era como si el elefante hubiese pensado, Ese pobre diablo va a morir, voy a resucitarlo. Y aquí tenemos al pobre diablo deshaciéndose en agradecimientos, jurando gratitud para toda la vida, hasta que el cornaca se decidió a preguntarle, Qué es lo que el elefante ha hecho para que le estés tan agradecido, De no ser por él, yo habría muerto de frío o habría sido devorado por los lobos, Y cómo consiguió eso, si no ha salido de aquí desde que se despertó, No ha necesitado salir de aquí, fue suficiente que soplara su trompeta, yo estaba perdido en la niebla y fue su voz la que me salvó, Si alguien puede hablar de las obras y de los hechos de salomón, soy yo, que para eso soy su cornaca, por tanto no vengas con esas tretas de que has oído un barrito, Un barrito, no, los barritos que estas orejas que la tierra ha de comerse fueron tres. El cornaca pensó, Este fulano está loco de atar, se le fue la cabeza con la fiebre de la niebla, eso es lo más seguro, de casos semejantes se ha oído hablar, Después, en voz alta, Para no quedarnos aquí discutiendo barrito sí, barrito no, barrito quizás, pregúntale a esos hombres que vienen por ahí si han oído algo. A los hombres, tres bultos cuyos difusos contornos parecían oscilar y temblar a cada paso, daban inmediatas ganas de preguntarles, Adónde queréis ir con semejante tiempo. Sabemos que no era ésta la pregunta que el maníaco de los barritos les hacía en este momento, y sabemos la respuesta que le estaban dando. Lo que no sabemos es si alguna de estas cosas están relacionadas unas con otras, y cuáles, y cómo. Lo cierto es que el sol, como una inmensa escoba luminosa, rompió de repente la niebla y la empujó a lo lejos. El paisaje se hizo visible en aquello que siempre había sido, piedras, árboles, barrancos, montañas. Los tres hombres ya no están aquí. El cornaca abre la boca para hablar, pero vuelve a cerrarla. El maníaco de los barritos comenzó a perder consistencia y volumen, a encogerse, se hizo redondo, transparente como una pompa de jabón, si es que los pésimos jabones que se fabricaban entonces eran capaces de formar esas maravillas cristalinas que alguien tuvo el genio de inventar, y de repente desapareció de la vista. Hizo plof y se esfumó. Hay onomatopeyas providenciales. Imagínense que teníamos que describir el proceso de evaporación del sujeto con todos los pormenores. Serían necesarias, por menos, diez páginas. Plof.
Fuente: http://blog.josesaramago.org/indexspa.php

Detrás del cartel

Las calles nos orientan diariamente en nuestras vidas, nos sirven como brújulas para darnos la dirección adonde pensamos dirigirnos.
Cuando consultamos sobre tal o cual lugar, ellas nos guían, lo hacemos perceptivamente, no nos paramos a pensar quién será esa persona que está detrás del nombre de esa calle. Descubrí su identidad y conocé su historia.

La calle Corro

Miguel Calixto del Corro, nació en Córdoba el 14 de octubre de 1775.
Estudió en el Colegio Montserrat y en la Universidad de San Carlos, hasta graduarse de doctor en Teología en 1798. En 1800 se ordenó sacerdote, y después de unos años obtuvo una silla en el Cabildo Eclesiástico. Fue durante dos años cura interino en Salta y en Córdoba. Se desempeñó como catedrático de Teología, Provisor, cura de la Catedral y Canónigo Magistral. Ya en 1809 preconizaba la independencia, en un escrito que hizo circular y que alarmó a las autoridades españolas. Se plegó con entusiasmo a la Revolución de Mayo, fue elegido diputado por Córdoba a la Asamblea de 1813, aunque no llegó a incorporarse.
Integró la junta de notables asesora del gobernador José Javier Díaz, y tuvo preponderante actuación en la vida política cordobesa de esos años.
En 1816, a poco de asumir el rectorado de la Universidad Nacional de Córdoba, fue electo diputado al Congreso de Tucumán en reemplazo del Deán Gregorio Funes. Comisionado por el cuerpo para hacer gestiones de paz en los pueblos del litoral, a fin de neutralizar la oposición de los federales dirigidos por José Artigas al Congreso, el doctor Del Corro estuvo ausente el 9 de julio y no pudo firmar el acta de la declaración de independencia de la Argentina. En realidad, Corro no consiguió convencer a Artigas de reconocer la autoridad del Congreso, sino que desempeñó misiones diplomáticas para la Liga Federal que éste dirigía. Se reincorporó más tarde al Congreso, pero cuando éste fue trasladado a Buenos Aires, se negó a realizar el viaje, aduciendo que el Congreso sería indebidamente presionado en favor de los intereses de la capital.
En 1829, mientras era nuevamente rector de la Universidad Nacional de Córdoba, fue designado representante de Santiago del Estero en la convención que nombró a José María Paz como jefe militar de la Liga del Interior, en las operaciones contra Juan Manuel de Rosas. Fue diputado. En 1831, al ser apresado José María Paz, se retiró de la vida pública. Falleció en Córdoba el 16 de septiembre de 1841.

¡El niñito Dios pasó por Bell Ville!

Esta historia nos recuerda a las navidades de hace unos años atrás. Donde cada pueblo la festejaba de manera particular: con sus anécdotas, sus personajes, sus modos de vida. Rescatando el espíritu navideño.
Que la disfrutes.

Por David Picolomini

En los ’70, el 24, a eso de las seis y media, ya ostentaba la mesa grande en el patio. Las mujeres de la casa ya habían mandado a buscar el hule nuevo para colocarle encima. En verdad, se trataba de un añoso y largamente doblado mantel de algún derivado del plástico que solamente se utilizaba para los grandes encuentros y que se resistía a adoptar los contornos de la tabla rectangular revestida en fórmica.
Una cuñada, una hermana menor, una novia nueva y un caballero diestro en la cocina competían con algazara en el cortado de todo tipo de frutas para la exagerada confección del ineludible clericó.
El padre, en rigurosa camiseta sport, se ocupaba, en desafiante equilibrio sobre una silla, de cambiar las lámparas de 40 watts por otras más adecuadas, de 75. “Viejo, no pongas bombitas tan grandes que después se llena de bichos la ensalada rusa”, alertaba la patrona.
Algún changuito de la familia había sido comisionado a manguerear un poco el escenario del encuentro, cosa que aflojara el acoso de la graduación térmica. Los perros se entretenían, entre tanto, en desmembrar a un deslucido Papá Noel de cartón que había venido en la revista Billiken.
A eso de las 9, ya se había ordenado a los menores a propinarse la correspondiente “ducha navideña”, único ritual que ostentaba carácter obligatorio en esos feriados religiosos. Diez o quince minutos después, el niño-nuevo hacía su ingreso triunfal con sus mejores galas; zapatitos charolados de lo “Barquín”, medias “Ciudadela”, nívea, camisa de la comunión adquirida en “Casa Rosa” y pantalón corto marrón oscuro, heredado de algún primo.
Poco menos de media hora después de semejante producción, cada uno de estos intérpretes parecían “¡la patente imaggen de laz zabandijjaz, de los máz encumbradoz forajjidoz, de los huérfanoz máz abandonadoz de la zuerte Rapazes de porquería!”, según decía una sobreviviente bisabuela de galaica raigambre.
Se sabe que cuando los primos no se ven de manera muy continua, cada aguardado encontronazo se magnifica, se echa a andar la vorágine, el estrépito y el descontrol. La travesura se supera por experiencia adquirida.
Unos le hacían tragar cohetes encendidos a los sapos, otros le ataban buscapiés y ametralladoras a la cola de los gatos del barrio; las niñas se trepaban con su celestial investidura a las plantas y tapias de todas las inmediaciones. De pronto, alguno lloraba desconsoladamente, y nunca faltaba el que sangraba. Todo, porque era Nochebuena y los pibes se juntaban en la vieja casona familiar.
A las 10 de la noche, ya se había completado el plantel de invitados esperados y también el pequeño cupo de paracaidistas de siempre. Un cuñado recientemente separado, un amigo de la casa al que siempre se le va la mujer a festejar por otra parte, la suegra de alguien impreciso y, una ignota y bien proporcionada señorita, que era el blanco de las miradas varoniles y las inquisiciones femeninas durante toda la velada.
Para este festejo, durante una semana previa, se había realizado un pormenorizado repaso: “¿Quiénes vienen?, ¿Cuántos seremos?, ¿Vamos nosotros o vienen ellos?”.
“Hay que pasar a buscar el lechón por Monte Leña, los pollos de la “Superval”, dos barras de hielo de lo “Chinetti” y las damajuanas de vino, por lo de “Ballari”, ordenaban los mayores.
En el fondo del terreno, un glorioso fuentón de cinc de importantes dimensiones, había sido destinado a enfriar las bebidas. Allí se iban esparciendo los trozos de hielo sobre las botellas de gaseosas, de sidra, de vino y la olla del clericó. Finalmente, una generosa bolsa de arpillera campesina cubría piadosamente el contenido.
A las 22 y pico, la escena central estaba ya dedicada a nutrir el espíritu: meta peladillas, clericó, ensaladas, pickles, empanadas extra dulces, almendras, turrones, maní con chocolate, nueces, pollo a la parrilla, alcohol en todas sus destilaciones, pan dulce, helado de lo “Yanchuc”, avellanas y porcino bien adobado. Encima, las señoras se quejaban de “la calor”.
En medio de la humareda y el olor acre de los cohetes, en geométrica progresión de estallido y estrago, alguien suplicaba con el último hilo de voz, gastada de tanto retar a los niños y a los perros asustados: “¡¡Despierten al abuelo que se acostó y tenemos que brindar!!”.
A las 12 y cinco, ya habíamos brindado con sidra, con vino, con “Yuyol” y con “Paratropina”. El tropel de argentinitos del mañana ya se abalanzó sobre el árbol de navidad -nevado con algodones- dejándolo como para que Greenpace lo declare especie en riesgo.
El niñito Dios había estado por la casa. Luego de los consabidos berrinches infantiles por la disconformidad de los regalos, alguien ayudaba al abuelo a regresar a sus aposentos, otro ayudaba al beodo reglamentario a conservar la vertical y otro se encargaba de abrir la puerta a todo desubicado que quería brindar. De inmediato, tal como si todo hubiera estado guionado, aparecían desde el baño las más jóvenes, vestidas como para resucitar a los ancestros, quienes lagrimean desde los retratos en sepia.
“Nos vamos a `Karotta´”, anticipan las ex infantas. “¡¡Vos así no vas a ninguna parte!!”, decía el prehistórico padre, mientras se derramaba encima de la “Chemise” nueva un vaso completo de “Córdoba Dorada”.
A las cuatro y cuatro, ya todo había concluido. Sobre la mesa quedaban envases de sidra (todas empezadas), un perro lamía las garrapiñadas esparcidas, la abuela, con aros de perlas y delantal de lavar los platos, yacía sumida en el más profundo sueño navideño, pero sentada.
Todo Bell Ville, casi a desgano, recogía sus mejores manteles hasta la llegada del nuevo año.

jueves, 18 de diciembre de 2008

El diario El ancasti del 28de noviembre de 2008, informaba: Una niña de un año y cuatro meses de vida murió en brazos de su padre mientras intentaba llevarla a lomo de mula al hospital de la localidad de Tatón, en el norte del departamento catamarqueño de Tinogasta, desde la inhóspita localidad de Río Grande. La pequeña fallecida fue identificada como Angélica Magdalena Suárez. Al parecer perdió la vida como consecuencia de una patología respiratoria grave que padecía por lo menos desde hacía cuatro días.

Angelica
Por Edgardo Moreno

Jamás sabremos si en su última mirada se llevó el recuerdo inmarcesible de los cíclopes dormidos a los pies de la alta puna. Si pudo verlos desperezar sus colores milenarios a la llegada del alba. Si temió en el ocaso. Cuando los dioses pétreos de la cordillera avanzan como tropeles lascivos hasta poseer la bóveda de estrellas, embriagados con sombras sin contorno.
Nunca lo sabremos. Como el verdugo, conoceremos el filo del acero, su infinitesimal molécula de muerte. No el parpadeo del pensamiento final en cada víctima.
Sabremos, por ejemplo, que Angélica no eligió nacer en los suburbios del mundo, adonde nada llega. Ni la piedad.
Sabremos que su padre murió abrazándola, febril, frente a los mudos dioses de la cordillera; y que él será -en adelante- un mero despojo de soledad. Como otra vicuña lacerada y esquiva que confiará, jamás, ninguna cercanía a los caminos que transite el rostro humano.
Conoceremos el nombre de los victimarios. Nosotros. Ciudadanos voluntariamente vejados por el Estado. Intendentes y capangas eternizados en los votos de la hambruna. Burócratas de crueldades a perpetuidad. Gobernadores de vagancia impúdica. Sacerdotes inmisericordes; jueces oleaginosos; escribas saponíficos.
Conoceremos la improbable huella de su muerte injusta. Un titular de diario, la consternación, la excusa de circunstancia. La breve y santa indignación. La persignación, la lápida, el olvido.
Jamás sabremos del trémolo de vida, de esperanza y de futuro destellando en la sonrisa de Angélica, el día después de su absurdo asesinato en manos de la sociedad catamarqueña.
El día que Angélica no llegó a conocer.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Para no olvidar

El recuerdo nos devuelve la memoria. Siempre está latente.Asechándonos. Haciéndonos vivir aquellos momentos que seguro ya no volverán.
Pueden ser duros, pueden ser hermosos. Pero seguro se quedarán grabados para siempre. Como una herida que no se va y cada tanto la curamos para que no sangre.
Así las utopías, dejaron de estar presas en la oscuridad, salieron a la luz. Las gargantas gritaron con inmensa alegría los gritos más fuertes que estuvieron acallados. Ya no era lo mismo. Había un aire distinto. De fiesta, de primavera al amanecer refrescando. Trayendo un soplo de aura que alivió hasta los corazones más descreídos. La buena nueva se desperdigo por toda la geografía, llenó de cantos hasta los rincones más inhóspitos. Contagió con su esperanza a un pueblo que solo sabía de largos inviernos. Ya no se puede callarla. Hoy vale más que nunca. ¡Como no protegerla si costó tanto!

Se abrieron para siempre los caminos hacia adelante. Ahora la libertad expresada de incontables maneras es la señal que marca nuestra vida, la que cumple nuestros anhelos. También la música, que se escapó del ostracismo trajo sus acordes de mil melodías. Así, se unieron las voces para cantarle al amor, a la tierra, a la liberación, en definitiva a la savia nueva.
Las letras corren alborotadas con la tinta fresca sobre las hojas sueltas que juegan perderse en las manos. Los mensajes volaron por cielos surcados de palomas, que van y vienen a distintos rincones dejando uno a uno en cada puerta. La lluvia se llevó las cenizas del volcán en erupción. Solo se ve el arco iris que dibuja en el horizonte y toca con sus reflejos a los corazones que acaban de despertar de un largo sueño.


Doña Amanda, la locrera de Quilino

Para Doña Amanda el 17 de agosto es un día especial. Lo espera todo el año porque es el día del patrono de Quilino. Bien temprano en su casa “los amargos” marcan el comienzo de la jornada tan ansiada. Ella, como buena serrana, dice que la peperina en el mate es indispensable. Que le da ese gustito especial para empezar la mañana.
Con su mate en la mano y la mirada puesta en el horizonte, donde se dibujan las palmeras caranday, piensa en los ingredientes que llevará el locro. Sabe que mas allá del zapallo, los porotos y los cueritos de chancho, el elemento fundamental para el guiso es el amor. Ese cariño que le ponen las abuelas a las comidas, que no se compra en ningún lado.
Este domingo el pueblo se vera invadido de fieles que creen en San Roque. Vendrán desde lejos para agradecer y pedir al santo de los enfermos.
Doña Amanda prepara su mejor delantal. El que coció con sus propias manos y le hizo un bolsillo grande para guardar el pañuelo. Se calza las zapatillas más cómodas para estar bastante tiempo parada al lado del calor. Ya juntó las mejores ramitas y los troncos especiales de chañar para preparar el fuego. Después llegan los muchachos para acomodarla ahí en la sombra donde se hará el gran asado. Seguramente murmura en voz baja que “la gran estrella” para los visitantes será el cabrito, pero a la vez piensa que el locro tiene asignado el segundo lugar por ser nuestra comida típica.
A media mañana mientras está envuelta en los quehaceres para la fiesta, ve llegar a los peregrinos. Estos pasean por la feria que se armó en la calle céntrica alrededor de la plaza. Tiene de todo: sombreros, anteojos para leer, para sol, muñecos de barney, patay, discos de la mona, artesanías…
Entonces, decide que es hora de prender el fuego y poner la olla. “La locrera de quilino” entiende por su experiencia que al mediodía la salsa debe estar lista y los porotos bien cocidos.
En cada plato que sirve, Doña Amanda entrega un pedazo de su vida. Y está feliz porque su trabajo redituará en beneficio del pueblo.
Ya falta menos para las cuatro de la tarde, hora que estará lista la procesión. Ella, como todos los fieles viste la mejor ropa, el mejor peinado, los mejores zapatos.
Es una mas de las cinco mil personas que le piden al santo un buen año, más venturoso y que traiga salud para todo el mundo.
El sol cae en el norte de Córdoba. El día de fiesta esta pasando y la “locrera de Quilino” ya piensa en el próximo locro.


La madre tierra



Ella está ahí siempre. Esperando, paciente. El sigue sus pasos, no se adelanta si ella no lo hace. Observa y aprende todo lo que ve. Ella lo conduce, le enseña las cosas de la vida. Lo prepara. El a veces se siente desfallecer. Ella lo cobija en su seno. Lo alienta. Lo alimenta. Le da calor hasta que pase el inverno. De ella brotan los frutos más ricos y hermosos. Los que alimentan el alma, los que dan la vida.
El sabe que hay muchos que no la valoran. Y la defiende.
También sabe que ella es única. Porque guarda tesoros que no se pueden vender ni regalar. Esos que ella ofrece sin protestar.
Ella no lo abandona. El duerme tranquilo en su vientre con la luna y las estrellas que le bajó y se despierta cada mañana con los rayos del sol que le trajo para que lo iluminen todo el día. Ella con manantiales de lágrimas le da de beber. A veces sus sollozos no alcanzan para tanta sed.
Por eso él quiere cuidarla, protegerla, mimarla por que ella da todo sin pedir nada a cambio. El sabe que es única: es la madre, la madre tierra.

Pozo del Tigre, un pueblo difícil de olvidar




Mi pueblo tiene olor a tierra formoseña, allá donde el viento norte da bofetadas de polvaredas para no olvidar el verano. Mientras el calor hace rechinar las siestas, que solo perdona a los que se cobijan debajo de las sombras de los frondosos árboles. No es para menos, las temperaturas trepan los 40 grados. Por eso nadie se atreve a andar a esas horas por las calles. Solo algunos perros sedientos, ya sin saliva en la boca, desesperados buscan calmar la sed en algún zanjon. Quedan pocas aguadas, casi todas se secaron, también aquella laguna sobre la calle Robles Luna, a la que solíamos explorar en nuestra infancia. El escondite perfecto, para asustar a algún desprevenido que pasaba por la calle. Allí encontrábamos nuestros tesoros ocultos: algún torso de muñeca desnudo, las ruedas de un autito, unas ranas saltarinas, grillos asustados y otras tantas cosas que nos prodigaba el estanque de la siesta. Adentrarse en el era una aventura. Siempre estaba lleno de grandes hojas verdes que nos tapaban y no nos dejaban ver el agua. Regresábamos corriendo, felices a esconder nuestros trofeos. Tratando de no hacer alborotos para no despertar de la siesta a los Ipiña.
Sobre la misma calle el verde intenso de una selva imaginaria inunda el paisaje. Todo sigue lleno de plantas y árboles: rosas chinas, palos borrachos, palmeras, limoneros, mamones, mangos, pomelos, mandarinas, lapachos, guayabas, que alegran los ojos y el olfato al pasar. Más allá la bandera argentina de la municipalidad flamea como siempre, indemne al tiempo. Es que Pozo del Tigre, tiene grabado en la piel y el corazón de cada uno de sus hijos el sentimiento por la tradición, por la tierra. Cada fecha patria y fiestas tradicionales es un festejo que hincha el pecho a los ancianos, jóvenes y niños por el amor a su terruño.
Tiene olor de tardes anochecidas con guitarreadas entre amigos, vinos y sabrosas empanadas. A las chacareras y las zambas del Chango de Tigre y Los hermanos Cabrera, a las coplas de “el negro” Bebi Quintana y Pablo Coronel. A los chamames del Neco Tolaba, al llanto del volin montarás de Matías Cuellar. A las vidalas y polcas paraguayas de los Ayala. Siempre hay ocasión para algún festejo. Tampoco falta la ayuda espontánea que nace de todos. Se arman unos alborotos, de una casa a la otra y de una punta del pueblo a la otra. Es un verdadero ritual. Del otro lado de las vías está el negocio de Pardalis, es de esos de ramos generales, allí va la mayoría. Se puede comprar todo tipo de mercadería para la ocasión que amerite. Hacia el centro, por las mañanas los pájaros alegran el recorrido, mientras se comparten unos mates amargos con los Galván. Si mas tarde, encuentra de paso a alguien que invita un tereré para refrescar la garganta también se acepta. La gira no termina, porque se puede encontrar con los Abadala y los Albarracín que ofrecen llevar más guitarras, bombos, y botellas varias a la salud del Gauchito Gil. Ya de vuelta a la iglesia Sagrado Corazón de Jesús, al frente de la plaza San Martin y desde el lado de la Terminal, se sienten las fragancias a bananas, ciruelas, mangos y a jazmines que salen de la casa de Cesarína Quiroga. Para terminar en el Ateneo Parroquial, con el olor a pan recién horneado en el horno de leña de los Guardiola. Son aromas que quedan en la memoria y ya no se olvidan. Como los de la empanada. Ella es la reina de todas las fiestas. Se la prepara desde muy temprano, junto al canto de los gallos. Es imprescindible que la masa sea casera, amasada a mano. Y la pasta con carne picada a cuchillo para que sea jugosa. Doña Benita Roldán es la especialista que sigue al pie de la letra la receta que aprendió de sus antepasados, le pone pimentón, comino, papa, huevo, cebolla de verdeo y algunas aceitunas, no vaya a ser cosa que la empanada salga seca. Seguro también hay asado, del bueno, porque es zona ganadera. Las vacas salen de los campos de los Cuellar, los Guaymasí, los Quiroga y tantos otros que saben compartir, más allá del trabajo duro del campo.
A la hora del baile, cualquier patio de tierra se convierte en escenario. La polvareda se mezcla con los cuerpos de los bailarines y es un solo ritmo, de chacareras, zambas y gatos, unido a los zapucay. Así es su gente, siempre alegre, amante de su tierra, de su cultura. Sus calles de tierra aún conservan las huellas de sus hijos que un día se fueron pero que cada tanto regresan para percibir los colores, sentir los aromas, estrecharse en abrazos con los que quedaron, compartir las guitarreadas y la ronda de amigos. Y ya se hace difícil despegarse de las raíces que atan a este pueblo.