Angelica
Por Edgardo Moreno
Jamás sabremos si en su última mirada se llevó el recuerdo inmarcesible de los cíclopes dormidos a los pies de la alta puna. Si pudo verlos desperezar sus colores milenarios a la llegada del alba. Si temió en el ocaso. Cuando los dioses pétreos de la cordillera avanzan como tropeles lascivos hasta poseer la bóveda de estrellas, embriagados con sombras sin contorno.
Nunca lo sabremos. Como el verdugo, conoceremos el filo del acero, su infinitesimal molécula de muerte. No el parpadeo del pensamiento final en cada víctima.
Sabremos, por ejemplo, que Angélica no eligió nacer en los suburbios del mundo, adonde nada llega. Ni la piedad.
Sabremos que su padre murió abrazándola, febril, frente a los mudos dioses de la cordillera; y que él será -en adelante- un mero despojo de soledad. Como otra vicuña lacerada y esquiva que confiará, jamás, ninguna cercanía a los caminos que transite el rostro humano.
Conoceremos el nombre de los victimarios. Nosotros. Ciudadanos voluntariamente vejados por el Estado. Intendentes y capangas eternizados en los votos de la hambruna. Burócratas de crueldades a perpetuidad. Gobernadores de vagancia impúdica. Sacerdotes inmisericordes; jueces oleaginosos; escribas saponíficos.
Conoceremos la improbable huella de su muerte injusta. Un titular de diario, la consternación, la excusa de circunstancia. La breve y santa indignación. La persignación, la lápida, el olvido.
Jamás sabremos del trémolo de vida, de esperanza y de futuro destellando en la sonrisa de Angélica, el día después de su absurdo asesinato en manos de la sociedad catamarqueña.
El día que Angélica no llegó a conocer.

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