lunes, 22 de diciembre de 2008

¡El niñito Dios pasó por Bell Ville!

Esta historia nos recuerda a las navidades de hace unos años atrás. Donde cada pueblo la festejaba de manera particular: con sus anécdotas, sus personajes, sus modos de vida. Rescatando el espíritu navideño.
Que la disfrutes.

Por David Picolomini

En los ’70, el 24, a eso de las seis y media, ya ostentaba la mesa grande en el patio. Las mujeres de la casa ya habían mandado a buscar el hule nuevo para colocarle encima. En verdad, se trataba de un añoso y largamente doblado mantel de algún derivado del plástico que solamente se utilizaba para los grandes encuentros y que se resistía a adoptar los contornos de la tabla rectangular revestida en fórmica.
Una cuñada, una hermana menor, una novia nueva y un caballero diestro en la cocina competían con algazara en el cortado de todo tipo de frutas para la exagerada confección del ineludible clericó.
El padre, en rigurosa camiseta sport, se ocupaba, en desafiante equilibrio sobre una silla, de cambiar las lámparas de 40 watts por otras más adecuadas, de 75. “Viejo, no pongas bombitas tan grandes que después se llena de bichos la ensalada rusa”, alertaba la patrona.
Algún changuito de la familia había sido comisionado a manguerear un poco el escenario del encuentro, cosa que aflojara el acoso de la graduación térmica. Los perros se entretenían, entre tanto, en desmembrar a un deslucido Papá Noel de cartón que había venido en la revista Billiken.
A eso de las 9, ya se había ordenado a los menores a propinarse la correspondiente “ducha navideña”, único ritual que ostentaba carácter obligatorio en esos feriados religiosos. Diez o quince minutos después, el niño-nuevo hacía su ingreso triunfal con sus mejores galas; zapatitos charolados de lo “Barquín”, medias “Ciudadela”, nívea, camisa de la comunión adquirida en “Casa Rosa” y pantalón corto marrón oscuro, heredado de algún primo.
Poco menos de media hora después de semejante producción, cada uno de estos intérpretes parecían “¡la patente imaggen de laz zabandijjaz, de los máz encumbradoz forajjidoz, de los huérfanoz máz abandonadoz de la zuerte Rapazes de porquería!”, según decía una sobreviviente bisabuela de galaica raigambre.
Se sabe que cuando los primos no se ven de manera muy continua, cada aguardado encontronazo se magnifica, se echa a andar la vorágine, el estrépito y el descontrol. La travesura se supera por experiencia adquirida.
Unos le hacían tragar cohetes encendidos a los sapos, otros le ataban buscapiés y ametralladoras a la cola de los gatos del barrio; las niñas se trepaban con su celestial investidura a las plantas y tapias de todas las inmediaciones. De pronto, alguno lloraba desconsoladamente, y nunca faltaba el que sangraba. Todo, porque era Nochebuena y los pibes se juntaban en la vieja casona familiar.
A las 10 de la noche, ya se había completado el plantel de invitados esperados y también el pequeño cupo de paracaidistas de siempre. Un cuñado recientemente separado, un amigo de la casa al que siempre se le va la mujer a festejar por otra parte, la suegra de alguien impreciso y, una ignota y bien proporcionada señorita, que era el blanco de las miradas varoniles y las inquisiciones femeninas durante toda la velada.
Para este festejo, durante una semana previa, se había realizado un pormenorizado repaso: “¿Quiénes vienen?, ¿Cuántos seremos?, ¿Vamos nosotros o vienen ellos?”.
“Hay que pasar a buscar el lechón por Monte Leña, los pollos de la “Superval”, dos barras de hielo de lo “Chinetti” y las damajuanas de vino, por lo de “Ballari”, ordenaban los mayores.
En el fondo del terreno, un glorioso fuentón de cinc de importantes dimensiones, había sido destinado a enfriar las bebidas. Allí se iban esparciendo los trozos de hielo sobre las botellas de gaseosas, de sidra, de vino y la olla del clericó. Finalmente, una generosa bolsa de arpillera campesina cubría piadosamente el contenido.
A las 22 y pico, la escena central estaba ya dedicada a nutrir el espíritu: meta peladillas, clericó, ensaladas, pickles, empanadas extra dulces, almendras, turrones, maní con chocolate, nueces, pollo a la parrilla, alcohol en todas sus destilaciones, pan dulce, helado de lo “Yanchuc”, avellanas y porcino bien adobado. Encima, las señoras se quejaban de “la calor”.
En medio de la humareda y el olor acre de los cohetes, en geométrica progresión de estallido y estrago, alguien suplicaba con el último hilo de voz, gastada de tanto retar a los niños y a los perros asustados: “¡¡Despierten al abuelo que se acostó y tenemos que brindar!!”.
A las 12 y cinco, ya habíamos brindado con sidra, con vino, con “Yuyol” y con “Paratropina”. El tropel de argentinitos del mañana ya se abalanzó sobre el árbol de navidad -nevado con algodones- dejándolo como para que Greenpace lo declare especie en riesgo.
El niñito Dios había estado por la casa. Luego de los consabidos berrinches infantiles por la disconformidad de los regalos, alguien ayudaba al abuelo a regresar a sus aposentos, otro ayudaba al beodo reglamentario a conservar la vertical y otro se encargaba de abrir la puerta a todo desubicado que quería brindar. De inmediato, tal como si todo hubiera estado guionado, aparecían desde el baño las más jóvenes, vestidas como para resucitar a los ancestros, quienes lagrimean desde los retratos en sepia.
“Nos vamos a `Karotta´”, anticipan las ex infantas. “¡¡Vos así no vas a ninguna parte!!”, decía el prehistórico padre, mientras se derramaba encima de la “Chemise” nueva un vaso completo de “Córdoba Dorada”.
A las cuatro y cuatro, ya todo había concluido. Sobre la mesa quedaban envases de sidra (todas empezadas), un perro lamía las garrapiñadas esparcidas, la abuela, con aros de perlas y delantal de lavar los platos, yacía sumida en el más profundo sueño navideño, pero sentada.
Todo Bell Ville, casi a desgano, recogía sus mejores manteles hasta la llegada del nuevo año.

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